Esa mañana, cuando aún no asomaba ni una nube en el cielo, nos cruzamos brevemente en mi calle. Yo subía con mi camioneta buscando un hueco para estacionar y vos bajabas con tu scooter gris después de repartir las cartas, casa por casa, por toda la cuadra. Nos saludamos al pasar con ese saludo de los que nos conocemos desde hace tanto, de los que sabemos más el uno del otro por lo que nos cuentan los demás que por haber hablado sin intermediarios.
Nos vimos por primera vez el día que llegó la primera carta a mi nombre, una carta con remitente de alguien que ya tampoco está. Eran los primeros tiempos en este lugar donde todo estaba por estrenar, la felicidad y el dolor esperaban más allá, más allá de la expectativas de ese presente previo a la eternidad. Yo, por no tener, no tenía ni dirección. Las cartas tenían que llevar la dirección de un ignoto bar de carretera donde pasaba demasiadas horas al día, demasiados días a la semana, sirviendo copas, bocadillos y limpiando sobre lo limpio.
Recibir esa primera carta fue tal vez la mayor alegría de esos días y siempre me quedó tu cara de mensajero grabada en ella. Luego fueron llegando más y más cartas, primero al bar, después a las sucesivas casas que fui habitando, y siempre me las traías vos o iba yo a buscarlas al diminuto despacho que Correos tenía en el Centro Cívico de este pequeño pueblo catalán.
En aquellos años, cuando me entregabas cartas eran cartas de verdad, de gente de carne y huesos, de personas que conocía y que quería y extrañaba, como los quiero y extraño hoy mismo, cuando ya nadie escribe en papel, cuando las únicas cartas que me llegan son recibos de luz, de gas, de agua, de seguros y, sobre todo, del banco y sus eternos reclamos a mi pobreza.
Esa misma mañana, la última que nos vimos, no pensé que conocías mi firma mejor que yo después de tantas certificadas, que sabías de memoria mi D.N.I. español, ese que aún tengo que mirar el número cuando me lo piden, no pensé que tenías el mismo aspecto de siempre, que parecías haber pactado con el diablo tu eterna juventud, como un Dorian Grey inalterable que enamoraba a cuantas mujeres miraras con tus ojos tristes.
Dicen las bocas del pueblo que lo hiciste durante la tormenta. La noche que siguió a esa mañana radiante de sol y calor, nos trajo una tormenta aparatosa, esas típicas del verano, con rayos, truenos y centellas, esas que apenas refrescan un poco el ambiente para devolvernos al agobio estival con más fuerza. Dicen que mientras se cortó la luz que nos dejó a oscuras por unas horas, vos fuiste al garaje de tu casa, agarraste la cuerda que tenías tirada en un rincón entre tantos trastos inútiles, saliste al patio trasero, pasaste la cuerda por encima de la rama más gorda de una morera, hiciste el nudo con paciencia y te la pusiste al cuello como un collar de diamantes que fueron pulidos para brillar en las tormentas del alma, mojados con gotas de lluvia que reflejan la luz de los relámpagos y la oscuridad de tus secretos.
Y así te fuiste, con una banda sonora de truenos que anunciaban el duro y frío granizo que, puntual, acudió a su cita con tu cuerpo. Descansa en paz.
3 comentarios:
Es el triste destino del oficio de cartero.
Si no fuera por las boletas de los impuestos y los reclamos judiciales, esta expecie estaría extinguida hace ya una década.
El tipo seguramente se lo planteó, se dió cuenta de que sólo era un despachador de amarguras ensobradas.
Ya ni una puta postal desde una playa, ni una foto de nietos con perrito, ni una carta de amor ... solo reclamos e intimaciones.
El tipo no lo pudo soportar y se mató.
postmaster@mail.hotmail.com
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D-M-T
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D-M-T
Especie de burro,usted demóstenes.
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