Cuando los ingleses andan entre árabes, peor aún. Si uno recuerda una gran película colonialista como Gunga Din traerá a su memoria el calor del desierto. De aquí que los árabes vistan unos harapos blancuzcos que no les dan un aire que tenga algo que ver con la elegancia. En esa película, Cary Grant y Douglas Fairbanks luchaban contra los adoradores de la diosa Khali. No puede haber peores tipos que esos y siempre tenían calor. El buen cipayo Gunga Din, por ejemplo, andaba con el torso desnudo, pese a estar al servicio de los intereses de Inglaterra. Y muere gloriosamente avisando a los ingleses que los pérfidos adoradores de la señora Khali están por emboscarlos. Para lograr tal cosa toca una trompeta. Que es la que toca Peter Sellers en la escena inicial de La fiesta inolvidable.
En La carta, esa gran película de Bette Davis, todo transcurre en la India. Y el calor la vuelve bastante loca a Bette y la lleva a extraviarse sexualmente y engañar a su marido, pues el calor y el sexo transitan caminos comunes. Su amante, sin embargo, no es dócil con ella y tiene pretensiones que fastidian a Bette, motivo por el cual le pega aproximadamente cinco o seis tiros. Hay una luna que da a todo un tono trágico y ni las nubes que a veces la atraviesan aminoran ese efecto. Bette, con sus ojos enormes, mira esa luna y presiente que habrá de iluminar su perdición. Así ocurre, en efecto. Pero ha sido el calor, lo selvático, los chillidos extravagantes, decididamente exóticos de los pájaros, lo que la ha perdido. Tal vez en Inglaterra sus sentidos no se habrían exaltado tanto y habría logrado ser fiel a ese marido aburrido, frío como una lápida a medianoche, al que había entregado su corazón. Pero la lujuria de la vegetación despierta la lujuria de los sentidos. El calor es mal consejero para la fidelidad matrimonial, pero hace pasar algunos buenos ratos a los valientes que se entregan a la infidelidad. En una película de los ochenta, que era una relectura de El cartero siempre llama dos veces, dos actores olvidados pero célebres en ese momento ardían en noches sofocantes, en noches de un calor que los arrojaba de cabeza al pecado. El film se llamaba –sin dejar dudas– Cuerpos ardientes. Ellos eran William Hurt y Kathleen Turner. Se metían juntos en una tina y de la heladera habían traído una jarra llena de cubitos de hielo. Los tiraban dentro de la tina y se entrelazaban como nativos de Malasia, salvaje y groseramente. Cuando regresó el marido hicieron lo correcto para seguir en la tina: lo mataron. Luego la policía les arruinó la fiesta y los metió –según suele decirse– “a la sombra”. Acaso ahí el calor haya disminuido.
Durante estos días Buenos Aires arde. Pareciera el Trópico, pero no lo es. El calor de Buenos Aires es húmedo. Sospecho que es ése el motivo por el que su calor no es calor que arroje a sus habitantes al adulterio, al incesto o al amor salvaje. Se suele oír más: “Estoy hecho un asco. Todo pegajoso” que, por ejemplo, “mi cuerpo arde. Necesito ya una mujer que arda conmigo”. Al porteño el calor no lo excita, lo deprime. Andan por ahí con sus bermudas ellos y sus remeritas a reventar ellas. Se les ve brillar la piel. Y no es la transpiración sexual, trágica de los grandes romances salvajes del calor que te llevan a perder la cabeza. Acá no se transpira, se suda. El desodorante te traiciona ya a la media hora y empiezas a despedir ese aroma condenado de las axilas y no hay nadie que se te acerque. La diferencia entre la transpiración y el sudor sería como la diferencia entre lo elegante y lo grasa. Todos esos romances de los mundos coloniales tienen su glamour, su elegancia. ¡Cuántas inglesas locas se habrán entregado a nativos de la India entre espasmos de pasión prohibida! Pero eso sirvió para novelas de Somerset Maugham, que luego Hollywood filmó con actrices como Bette Davis. En cambio, el sudor es pegajoso, da ordinario, sucio. Es la humedad la que condena a Buenos Aires al sudor. Uno estrecha la mano de alguien durante estos días y tiene que sacar su pañuelo y limpiársela. Y pedirle al otro que haga lo mismo. Si eso pasa con una mano, imaginen lo que pasa con todo el cuerpo. Supongo que estas líneas no añadirán nada interesante al mundo que nos circunda ni serán recordadas por alguien en algún futuro. Pero, ¿quién puede escribir algo sensato con 41 grados de sensación térmica? Sólo se puede escribir sobre el calor y el calor es un gran tema, pero para tratarlo cuando hace frío.
Publicado en Página 12
2 comentarios:
JOSÉ PABLO FEINMANN ES EL TÍPICO INTELECTUAL IDIOTA ÚTIL. SI CONOCIERA A LOS KIRCHNER TAL CUAL SE LOS CONOCE ACÁ EN SANTA CRUZ (O SEA SI CONOCIERA LA REALIDAD TAL CUAL ÉS), CON SUS MEGA CORRUPTELAS, INTOLERANCIAS, APRIETES, DOBLES DISCURSOS, ETC, SE AVERGONZARÍA DE LAS SANDECES QUE ESCRIBE EN FAVOR DE ESTOS SEÑORES. TODAVÍA TIENE CIERTO MARGEN PARA SUS IDIOTECES A PARTIR DE QUE EL PUEBLO ARGENTINO QUE LO LEE IGNORA LA REALIDAD DE LOS KK. FEINMANN VENITE A SANTA CRUZ POR QUINCE DÍAS Y VERÁS COMO TE AVERGONZARÁS DE TU FALTA DE INTUICIÓN Y PERCEPCIÓN DE LA VERDAD, DE TU HIPER DESARROLLADA CAPACIDAD ESPECULATIVA BASADA EN EL LOGOS Y NADA MÁS QUE EN EL LOGOS. SALVANDO LAS DIFERENCIAS, ALGO PARECIDO LE SUCEDIÓ A HEIDEGGER CUANDO ACEPTÓ SER RECTOR EN LA UNIVERSIDAD DE FRIBURGO EN PLENO GOBIERNO HITLERISTA. DESPUÉS NO SABÍA CÓMO JUSTIFICARSE. ALGO SIMILAR SUCEDERÁ CONTIGO. YA TE LEEREMOS HACIENDO VOS TAMBIÉN TU MEA CULPA: ESE TRISTE PAPEL DE HABER SIDO FORRO.
LUIS HERRERO
RÍO GALLEGOS
arqherero@yahoo.com.ar
no conocía esta historia, estarán en la biblioteca nacional de buenos aires Recoleta? ojala que si!
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