Cuando era un pibe descubrí dos pasiones que con el tiempo se transformaron en vicio. Una es la música, de la mano de Led Zeppelin y Pappo's Blues me fuí adentrando en un maravilloso mundo de riffs y solos que aún me cautivan. La otra es la lectura, de la que hago responsable directo a mi viejo que no dejaba de leer todo lo que caía en sus manos.
Por aquella época yo tendría unos siete u ocho años (que lejos me quedan!) y en el kiosco de mi barrio, desconozco si en el resto era así, funcionaba una especie de canje con las revistas de historietas que publicaba la editorial Columba. El canje consistía en una especie de dos por uno, uno llevaba al kiosco dos números ya leídos de, pongamos, Intervalo y se llevaba un ejemplar de la misma revista o de otra de la misma editorial. Columba editaba cuatro revistas de historietas: Intervalo, Fantasia, El Tony y ´D'Artagnan.
Creo recordar que los últimos numeros, los nuevos, no entraban en el canje, había que pagarlos, pero en casa no había una moneda demás así que nos conformabamos con los números antiguos que aún no habíamos leído.
Cada vez que entraba en casa un "nuevo" ejemplar se producía siempre el mismo rito: mi viejo no me dejaba leerla hasta que no la leyera él primero y yo me ponía ansioso y me crecían las ganas, como con todo lo prohibido, y a veces esperaba que se durmiera en horas de la siesta para deslizarme sigilosamente en su habitación y robarle ese brillante objeto del deseo.
De todas las historietas que conformaban estas populares publicaciones uno tenía sus favoritas. Me crecían las esperanzas de un mundo nuevo con Mark, admiraba la sagacidad de Varese, viajaba y aprendía errando con Nippur de Lagash, me conmovía la entereza del esclavo Dago y sobre todo me reía a carcajadas con ese espía argento, fanático de Chacarita, llamado Pepe Sanchez.
Hace apenas dos días estaba pensando en el autor de todas estas historias (y muchas más) que firmaba como Robin Wood, lo que yo suponía un pseudonimo, y me decía que era un autor injustamente olvidado, quizas a posta, por los bienpensantes y popes de la intelectualidad vernácula, tan atenta siempre a la novedad europea o norteamericana y tan lejos de lo que ocurre a la vuelta de la esquina. Pero, hermosa casualidad, hoy abro la edicion digital de Pagina 12 y me encuentro con la agradable sorpresa de esta entrevista al tipo que, junto a mi padre, me abrio un universo de palabras, dibujos y sueños que me acompañan hasta hoy y, creo, no me abandonaran en toda mi eternidad. Más tarde vinieron Edgar Alan Poe, Julio Cortazar, el negro Fontanarrosa y tantos otros, pero el primero que despertó en mi esa necesidad de aislarme del mundo exterior, al menos por un rato, para zambullirme en otro mundo, ajeno y propio al mismo tiempo, fue el gran Robin Wood.
“NO SE PORQUE SIGUE TAN VIGENTE"
Cuando imaginó a su personaje lo consideró “un hermano mayor” y hoy, sacándole ya varios años, se asombra de que mantenga su popularidad. “Un producto hecho con ganas llega al pueblo”, asegura el historietista formado en editorial Columba.
Por Facundo García
Cuando imaginó a su personaje lo consideró “un hermano mayor” y hoy, sacándole ya varios años, se asombra de que mantenga su popularidad. “Un producto hecho con ganas llega al pueblo”, asegura el historietista formado en editorial Columba.
Por Facundo García
Para el hombre que creó a Nippur de Lagash, el recuerdo seguirá siempre intacto. Eran las cinco de la mañana en Buenos Aires, a fines de los sesenta. La puerta de una pensión de Retiro se abrió para que saliera bostezando un pibe paraguayo, rumbo a la fábrica, bajo la lluvia. Iba hasta Martínez, en zona norte. En el bolsillo le quedaba una moneda que no hizo ruido cuando el chico aceleró el paso. Aunque a decir verdad el agua era sólo un detalle. Si llegaba tarde, el capataz podía dejarlo sin jornal. Tras bajar del colectivo y caminar diez cuadras, la voz confirmó el presentimiento: “Te pasaste quince minutos, viejo. No podés entrar. Además vos no estás bien. Mirate la cara. Mejor volvé a tu casa y vení mañana”.
–¡Pero, Simón, no puedo perder el día! –rezongó el flaquito–. Aparte no tengo plata para volver. Aunque sea prestame un peso.
–No tengo. La próxima llegá en horario.
Afuera, el aguacero lo había estado esperando. Con la camisa mojada y el overol hecho un rollo bajo el sobaco, el rebotado empezó a patear su regreso. De casualidad se detuvo en un kiosco y miró una revista de Editorial Columba. Estaba empapado, pero sintió el efecto de un baldazo. Su nombre figuraba ahí, arriba, a la izquierda. Era uno de los guiones que había dejado en la empresa para ver si interesaban. Y así dice la leyenda que empezó la carrera de Robin Wood (Cosme, 1944), uno de los más importantes guionistas de historietas del mundo, padre de más de noventa personajes y creador de clásicos como Pepe Sánchez, Savarese, Mi novia y yo, Dago y tantos otros.
–¿Es verdad eso? ¿Así fue su primera publicación?
–Absolutamente. Además del trabajo de la fábrica, me divertía leyendo y escribiendo. Nos juntábamos con el dibujante Lucho Olivera a conversar de sumeriología. No sólo éramos dos muertos de hambre, sino que estábamos locos. Sabíamos absolutamente todo sobre Sumeria. Desde sus rituales hasta de qué forma plantaban el trigo y cómo regaban las plantaciones. Por eso fue tan sencillo escribir los primeros guiones, en los que ya aparecía Nippur.
A partir de ese momento Wood se convirtió en una rara estrella del género. Eran, claro, tiempos distintos. “Columba vendía medio millón de ejemplares –jura Robin–. A eso hay que sumarle que cada una de esas revistas era leída por dos o tres personas más, así que imaginate.” El éxito atrajo la plata y los madrugones dejaron paso a los almuerzos en restaurante. Con la billetera llena por primera vez en su vida y el overol al fondo del placard, el sueño de salir a conocer el planeta empezó a cobrar forma.
–¿Y se fue de viaje justo cuando acababa de alcanzar ese empleo soñado?
–Sí. Les dije a los de Columba que me iba a ir y que mandaría guiones desde donde estuviera. Me miraron como si fuera un delirante. Eso no lo había intentado nadie. A mí no me importaba. Necesitaba ver el sol, ser libre. No sé si lo sabés: yo casi había pasado del orfanato a la fábrica.
–¿Cómo había sido su formación hasta entonces?
–Principalmente autodidacta. Crecí en una pequeña colonia de irlandeses y escoceses que se habían ido al medio del Paraguay a fundar una colonia socialista-comunista. Por eso mi nombre suena raro, parece un seudónimo a pesar de ser real. Mi abuela no hablaba una palabra de castellano y me contaba historias interminables. Yo leía todo lo que me llegaba. Conocí a mi madre, no a mi padre; y entre idas y vueltas a Buenos Aires, hice solamente la primaria. Mamá no pudo mantenerme y recalé en varios lugares para niños sin familia.
–¿De qué manera sobrellevaba eso?
–Leyendo. He leído muchísimo, y entre las pocas virtudes que tengo está la de tener una memoria monstruosa. Puedo recitar páginas enteras de libros que leí hace medio siglo. Después, a los veintidós años, gané una mención en un concurso literario. Trabajaba en obrajes del Alto Paraná y hacía cuentos cortos sin bola ni manija, mientras me pelaba en otras ocupaciones.
–Fue camionero, vendedor.... ¿Esos trabajos lo inspiraban para algo?
–Me sirvieron después, para pensar personajes y entenderlos. Escribía cuando estaba enamorado, y con lo calentón que era, andaba a las parrafadas. En realidad no sabía bien en lo que me metía. Me sentaba a entretenerme, sin ningún plan. Dibujaba un poco, también. Me acuerdo que pesaba unos cuarenta y ocho kilos. Imaginate que de ahí a los tiempos de Columba hay un abismo. Me hice guionista por absoluto accidente.
–Usted no venía de la rama intelectual...
–No. Por eso es que llegué a la gente. Un producto hecho con ganas llega al pueblo, y si además viviste la vida de las personas que te leen, de una manera u otra los retratás. Yo creo que ése fue uno de los secretos. La historieta de Columba fue la verdadera historieta justicialista; la leían los peones y el medio pelo. Una lástima que no esté más. Hasta el día de hoy, que hace diez o quince años que no publico en Argentina, siento un vínculo fuertísimo con ustedes.
El siguiente tramo de esta biografía conversada muestra un protagonista de veintipocos, ya más gordito, atravesando Europa y Asia con una mochila y una máquina de escribir portátil. “Hacer esa locura me dio la libertad, la fantasía y la certeza de que la vida es inagotable –se enternece el Wood maduro–. Aprendí a viajar. Viajar de verdad, quiero decir. Despertarme en cualquier motel, girar la cabeza a ambos lados y preguntarme ¿dónde estoy?, ¿quién carajo soy? Perdido, de pronto escuchás el piano de una vecina y te asomás, y dos minutos después estás en la casa de ella. Eso es viajar.” Cinco años duró la travesía. Entretanto, otro itinerante, uno de los más queridos de las viñetas argentinas, hacía su propio camino.
Nippur, el amigo
De aquellas épocas es Nippur, el guerrero solitario que rechaza coronas y sin embargo es capaz de jugarse la vida por un mendigo o una esclava. “No tengo idea de por qué sigue vigente –confiesa el entrevistado–. Es increíble, yo lo inventé cuando era joven. En ese momento él era una especie de hermano mayor un poco viejo. Ahora yo soy más viejo que él, y cuando lo veo me doy cuenta de que seguimos divirtiéndonos los dos.” Cientos de miles de argentinos crecieron siguiendo los pasos de El Errante. Y eso que desde su primera aparición –el número 151 de la revista D’Artagnan, en 1967– hasta la actualidad, pasó de todo. Como cualquier lector, el caminante sumerio anduvo a los ponchazos con la vida. Hasta perdió un ojo de un flechazo, con lo que ganó un aire enigmático y al mismo tiempo dio pruebas de que no responde al modelo de los típicos superhéroes norteamericanos, que paran meteoros con una mano sin arruinar el traje de lycra ni despeinarse el rulito.
Wood asegura que el alcance del fenómeno no se puede medir. Conoce “decenas de clubes de fans” de la serie, e incluso asegura que una vez vino un ministro de Cultura de Italia y le presentó a su nene, que se llamaba Hiras en honor del hijo del Incorruptible. “Es sólo un caso. Aquí mismo tengo una colección entera de fotocopias de cédulas de identidad. Es gente que se llama Nippur, especialmente italianos”, revela el artista.
–¿Piensa que Nippur podría tolerar nuestro presente?
–Perfectamente. Las personas lo admiran, pero él tiene conciencia de que no es nada extraordinario. Tiene las debilidades de todos los hombres, en todos los tiempos. A veces no encuentra el mango, o le falta dónde dormir. Sabe, sí, que tiene fuerza. No por casualidad pensé en Charlton Heston cuando lo describí. Pero esa fortaleza no hace que él viva peleando, sino que le da tranquilidad. Por otra parte, si sigue vivo con todo lo que le pasa es porque en el fondo es una especie de humorista, alguien que conoce el arte de no tomarse a sí mismo demasiado en serio.
–¿Vive todavía el tuerto?
–¡Sí! Acaba de tener una gran aventura junto a su hijo, que ya posee su propia saga.
–¿Morirá alguna vez?
–Una vuelta que andaba medio melancólico tomé coraje y fui a hablarle a un editor italiano sobre ese asunto. Este señor –un fan total– me escrutó unos diez segundos y después dijo: “Loco, te voy a dar una paga extra. Con esa guita andá, pagate unos tragos, acostate con una linda rubia y dejate de hablar pelotudeces” (ríe). Sí, lo he pensado muchas veces. Imagino que su muerte será humana, como él. Después de todo, eso fue lo que hizo que la gente lo considerara un amigo. Nippur es Don Segundo Sombra en Uruk, un tipo en paz con la vida.
Argumentos nómadas
Las cuatro grandes revistas de Columba, El Tony, Intervalo, Fantasía y D’Artagnan se llenaron de ideas salidas de la cabeza de Robin Wood. Tanto, que tuvo que inventarse seudónimos para que su nombre no se repitiera en el índice. Así surgieron Mateo Fussari, Robert O’Neill, Noel Mc Leod, Roberto Monti, Joe Trigger, Carlos Ruiz y hasta Cristina Rudlinger. “Yo he sido la primera escritora femenina de historietas”, bromearía Wood al confesar posteriormente sus múltiples identidades. Demostrada su eficiencia a los jefes de la editorial, y a la par que elaboraba una nueva catarata de producciones, el muchacho tardó mucho en volverse medianamente sedentario.
–¿Tenía alguna rutina a la hora de producir?
–Muchas veces la rutina consistía en dormir en el suelo y, al despertarme, ponerme a teclear tirado sobre una alfombra. En tanto, unos grandulones con narices como cimitarras –los Taj Shin, con quienes viví–- se maravillaban del efecto de las teclas sobre el papel. Esa es sólo una de las situaciones...
–O sea que en el fondo mucha rutina no había.
–No. En Mongolia, por ejemplo, me fui con los nómadas de las planicies. Tipiaba dentro de un yurti. Para que te des una idea, los yurtis son carpas gigantescas. Algunas tienen doscientos o trescientos años, y por dentro suelen ser palacios. Ahí, tomando chai (té), me sentaba en una mesita de medio metro con las piernas cruzadas, rodeado de jinetes que curioseaban. Así salió Anders, un personaje que había nacido en Polonia pero se iba hasta la China a luchar junto a Mao Tse Tung.
Llega el momento de responder la incógnita que debe haber acicateado a más de un lector para llegar hasta acá. ¿Dónde vive este sujeto? “En una casa elegante, en Asunción. Tengo patio, pileta y objetos de mis viajes, aunque muchas cosas quedaron en lo de mi ex, en Copenhague. Estoy esperando que se case de nuevo para asistir a la boda y traerme todo”, bromea el guionista. Robin tiene una nueva esposa, Graciela. “Nos volvimos a encontrar y fue un flechazo. Ella maneja mis negocios, y yo a cambio la he nombrado princesa en una de mis series”, se entusiasma.
–Sigue publicando, lo premian, cuentan que es buen karateka. Hasta hay dos parques con su nombre en Paraguay. ¿Qué viene ahora, Wood?
–Qué sé yo. En mi existencia no hay nada planificado. Tal vez lea unas páginas, o vea las noticias, o escriba. Cualquiera de esas cosas. Si alguna vez anda por Asunción, venga a visitarme.
–Bárbaro, ¿a tomar unos mates?
–No, qué mate. ¡Te invito un whisky!
–¡Pero, Simón, no puedo perder el día! –rezongó el flaquito–. Aparte no tengo plata para volver. Aunque sea prestame un peso.
–No tengo. La próxima llegá en horario.
Afuera, el aguacero lo había estado esperando. Con la camisa mojada y el overol hecho un rollo bajo el sobaco, el rebotado empezó a patear su regreso. De casualidad se detuvo en un kiosco y miró una revista de Editorial Columba. Estaba empapado, pero sintió el efecto de un baldazo. Su nombre figuraba ahí, arriba, a la izquierda. Era uno de los guiones que había dejado en la empresa para ver si interesaban. Y así dice la leyenda que empezó la carrera de Robin Wood (Cosme, 1944), uno de los más importantes guionistas de historietas del mundo, padre de más de noventa personajes y creador de clásicos como Pepe Sánchez, Savarese, Mi novia y yo, Dago y tantos otros.
–¿Es verdad eso? ¿Así fue su primera publicación?
–Absolutamente. Además del trabajo de la fábrica, me divertía leyendo y escribiendo. Nos juntábamos con el dibujante Lucho Olivera a conversar de sumeriología. No sólo éramos dos muertos de hambre, sino que estábamos locos. Sabíamos absolutamente todo sobre Sumeria. Desde sus rituales hasta de qué forma plantaban el trigo y cómo regaban las plantaciones. Por eso fue tan sencillo escribir los primeros guiones, en los que ya aparecía Nippur.
A partir de ese momento Wood se convirtió en una rara estrella del género. Eran, claro, tiempos distintos. “Columba vendía medio millón de ejemplares –jura Robin–. A eso hay que sumarle que cada una de esas revistas era leída por dos o tres personas más, así que imaginate.” El éxito atrajo la plata y los madrugones dejaron paso a los almuerzos en restaurante. Con la billetera llena por primera vez en su vida y el overol al fondo del placard, el sueño de salir a conocer el planeta empezó a cobrar forma.
–¿Y se fue de viaje justo cuando acababa de alcanzar ese empleo soñado?
–Sí. Les dije a los de Columba que me iba a ir y que mandaría guiones desde donde estuviera. Me miraron como si fuera un delirante. Eso no lo había intentado nadie. A mí no me importaba. Necesitaba ver el sol, ser libre. No sé si lo sabés: yo casi había pasado del orfanato a la fábrica.
–¿Cómo había sido su formación hasta entonces?
–Principalmente autodidacta. Crecí en una pequeña colonia de irlandeses y escoceses que se habían ido al medio del Paraguay a fundar una colonia socialista-comunista. Por eso mi nombre suena raro, parece un seudónimo a pesar de ser real. Mi abuela no hablaba una palabra de castellano y me contaba historias interminables. Yo leía todo lo que me llegaba. Conocí a mi madre, no a mi padre; y entre idas y vueltas a Buenos Aires, hice solamente la primaria. Mamá no pudo mantenerme y recalé en varios lugares para niños sin familia.
–¿De qué manera sobrellevaba eso?
–Leyendo. He leído muchísimo, y entre las pocas virtudes que tengo está la de tener una memoria monstruosa. Puedo recitar páginas enteras de libros que leí hace medio siglo. Después, a los veintidós años, gané una mención en un concurso literario. Trabajaba en obrajes del Alto Paraná y hacía cuentos cortos sin bola ni manija, mientras me pelaba en otras ocupaciones.
–Fue camionero, vendedor.... ¿Esos trabajos lo inspiraban para algo?
–Me sirvieron después, para pensar personajes y entenderlos. Escribía cuando estaba enamorado, y con lo calentón que era, andaba a las parrafadas. En realidad no sabía bien en lo que me metía. Me sentaba a entretenerme, sin ningún plan. Dibujaba un poco, también. Me acuerdo que pesaba unos cuarenta y ocho kilos. Imaginate que de ahí a los tiempos de Columba hay un abismo. Me hice guionista por absoluto accidente.
–Usted no venía de la rama intelectual...
–No. Por eso es que llegué a la gente. Un producto hecho con ganas llega al pueblo, y si además viviste la vida de las personas que te leen, de una manera u otra los retratás. Yo creo que ése fue uno de los secretos. La historieta de Columba fue la verdadera historieta justicialista; la leían los peones y el medio pelo. Una lástima que no esté más. Hasta el día de hoy, que hace diez o quince años que no publico en Argentina, siento un vínculo fuertísimo con ustedes.
El siguiente tramo de esta biografía conversada muestra un protagonista de veintipocos, ya más gordito, atravesando Europa y Asia con una mochila y una máquina de escribir portátil. “Hacer esa locura me dio la libertad, la fantasía y la certeza de que la vida es inagotable –se enternece el Wood maduro–. Aprendí a viajar. Viajar de verdad, quiero decir. Despertarme en cualquier motel, girar la cabeza a ambos lados y preguntarme ¿dónde estoy?, ¿quién carajo soy? Perdido, de pronto escuchás el piano de una vecina y te asomás, y dos minutos después estás en la casa de ella. Eso es viajar.” Cinco años duró la travesía. Entretanto, otro itinerante, uno de los más queridos de las viñetas argentinas, hacía su propio camino.
Nippur, el amigo
De aquellas épocas es Nippur, el guerrero solitario que rechaza coronas y sin embargo es capaz de jugarse la vida por un mendigo o una esclava. “No tengo idea de por qué sigue vigente –confiesa el entrevistado–. Es increíble, yo lo inventé cuando era joven. En ese momento él era una especie de hermano mayor un poco viejo. Ahora yo soy más viejo que él, y cuando lo veo me doy cuenta de que seguimos divirtiéndonos los dos.” Cientos de miles de argentinos crecieron siguiendo los pasos de El Errante. Y eso que desde su primera aparición –el número 151 de la revista D’Artagnan, en 1967– hasta la actualidad, pasó de todo. Como cualquier lector, el caminante sumerio anduvo a los ponchazos con la vida. Hasta perdió un ojo de un flechazo, con lo que ganó un aire enigmático y al mismo tiempo dio pruebas de que no responde al modelo de los típicos superhéroes norteamericanos, que paran meteoros con una mano sin arruinar el traje de lycra ni despeinarse el rulito.
Wood asegura que el alcance del fenómeno no se puede medir. Conoce “decenas de clubes de fans” de la serie, e incluso asegura que una vez vino un ministro de Cultura de Italia y le presentó a su nene, que se llamaba Hiras en honor del hijo del Incorruptible. “Es sólo un caso. Aquí mismo tengo una colección entera de fotocopias de cédulas de identidad. Es gente que se llama Nippur, especialmente italianos”, revela el artista.
–¿Piensa que Nippur podría tolerar nuestro presente?
–Perfectamente. Las personas lo admiran, pero él tiene conciencia de que no es nada extraordinario. Tiene las debilidades de todos los hombres, en todos los tiempos. A veces no encuentra el mango, o le falta dónde dormir. Sabe, sí, que tiene fuerza. No por casualidad pensé en Charlton Heston cuando lo describí. Pero esa fortaleza no hace que él viva peleando, sino que le da tranquilidad. Por otra parte, si sigue vivo con todo lo que le pasa es porque en el fondo es una especie de humorista, alguien que conoce el arte de no tomarse a sí mismo demasiado en serio.
–¿Vive todavía el tuerto?
–¡Sí! Acaba de tener una gran aventura junto a su hijo, que ya posee su propia saga.
–¿Morirá alguna vez?
–Una vuelta que andaba medio melancólico tomé coraje y fui a hablarle a un editor italiano sobre ese asunto. Este señor –un fan total– me escrutó unos diez segundos y después dijo: “Loco, te voy a dar una paga extra. Con esa guita andá, pagate unos tragos, acostate con una linda rubia y dejate de hablar pelotudeces” (ríe). Sí, lo he pensado muchas veces. Imagino que su muerte será humana, como él. Después de todo, eso fue lo que hizo que la gente lo considerara un amigo. Nippur es Don Segundo Sombra en Uruk, un tipo en paz con la vida.
Argumentos nómadas
Las cuatro grandes revistas de Columba, El Tony, Intervalo, Fantasía y D’Artagnan se llenaron de ideas salidas de la cabeza de Robin Wood. Tanto, que tuvo que inventarse seudónimos para que su nombre no se repitiera en el índice. Así surgieron Mateo Fussari, Robert O’Neill, Noel Mc Leod, Roberto Monti, Joe Trigger, Carlos Ruiz y hasta Cristina Rudlinger. “Yo he sido la primera escritora femenina de historietas”, bromearía Wood al confesar posteriormente sus múltiples identidades. Demostrada su eficiencia a los jefes de la editorial, y a la par que elaboraba una nueva catarata de producciones, el muchacho tardó mucho en volverse medianamente sedentario.
–¿Tenía alguna rutina a la hora de producir?
–Muchas veces la rutina consistía en dormir en el suelo y, al despertarme, ponerme a teclear tirado sobre una alfombra. En tanto, unos grandulones con narices como cimitarras –los Taj Shin, con quienes viví–- se maravillaban del efecto de las teclas sobre el papel. Esa es sólo una de las situaciones...
–O sea que en el fondo mucha rutina no había.
–No. En Mongolia, por ejemplo, me fui con los nómadas de las planicies. Tipiaba dentro de un yurti. Para que te des una idea, los yurtis son carpas gigantescas. Algunas tienen doscientos o trescientos años, y por dentro suelen ser palacios. Ahí, tomando chai (té), me sentaba en una mesita de medio metro con las piernas cruzadas, rodeado de jinetes que curioseaban. Así salió Anders, un personaje que había nacido en Polonia pero se iba hasta la China a luchar junto a Mao Tse Tung.
Llega el momento de responder la incógnita que debe haber acicateado a más de un lector para llegar hasta acá. ¿Dónde vive este sujeto? “En una casa elegante, en Asunción. Tengo patio, pileta y objetos de mis viajes, aunque muchas cosas quedaron en lo de mi ex, en Copenhague. Estoy esperando que se case de nuevo para asistir a la boda y traerme todo”, bromea el guionista. Robin tiene una nueva esposa, Graciela. “Nos volvimos a encontrar y fue un flechazo. Ella maneja mis negocios, y yo a cambio la he nombrado princesa en una de mis series”, se entusiasma.
–Sigue publicando, lo premian, cuentan que es buen karateka. Hasta hay dos parques con su nombre en Paraguay. ¿Qué viene ahora, Wood?
–Qué sé yo. En mi existencia no hay nada planificado. Tal vez lea unas páginas, o vea las noticias, o escriba. Cualquiera de esas cosas. Si alguna vez anda por Asunción, venga a visitarme.
–Bárbaro, ¿a tomar unos mates?
–No, qué mate. ¡Te invito un whisky!
Publicado en Pagina 12
2 comentarios:
En febrero del 2000 viajé a Asunción del Paraguay. En esos dias habia una exposición de dibujos y pinturas de Robin Wood, justo enfrente de la Casa de Gobierno. Entre medio desconfiado, lo admito. Pero me maravilló.
Me quedé helado... Algo medio difícil en Paraguay.
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