OCHO MINUTOS

La primera inyección no te duerme del todo. Ellos dicen que si pero, qué sabrán? La segunda te paraliza por dentro. Sientes que casi todo deja de funcionar, menos la cabeza y el corazón. Y el dolor. Es una quietud que arde, si existe el infierno debe ser así, eternamente. Ya no entra el aire en los pulmones, ni sale. Las cuerdas vocales no volverán a vibrar. Que no pueda gritar no significa que calle por dentro.

Cuando aún podía hablar me cansé de repetir mi inocencia. Lo dije gritando, llorando, tranquila, en silencio, de todas las maneras durante todos estos años, a todas las personas que me preguntaron. Policías, jueces, fiscales, familia, a todos. Al abogado también, el que me tenía que defender, el mismo que en esos días defendió diecinueve casos más de pena de muerte, perdiéndolos todos.

Pero nadie me escuchó. Me pintaron como a un monstruo y monstruo me quedé. Soy el rostro del horror, de la esposa que mata a su hombre, de la madre que asesina a sus hijos por cien mil dólares de una póliza. Esa no soy yo, pero en Houston la voz de una chica negra y pobre no tiene credibilidad. Ni mueve a compasión. Ni merece una investigación, con una condena basta.

A las seis vino el alcaide Really a decirme que había llegado la hora. Me condujo a esta sala donde me ataron a la camilla. Con las correas puestas vi llegar a los testigos al otro lado del cristal. Todos esos ojos clavados en mi duelen tanto como las agujas que me van entrando en las venas, que me van sacando de mi. Pero nada me dolerá como la imagen que me llevo conmigo para siempre, la de mi familia asesinada en mi propia casa, la de la muerte sin justicia.

Ya llega la tercera inyección, la última, la que detiene el corazón. Ocho minutos de dolor, los ocho finales, pienso en mis hijos, tal vez los vuelva a encontrar. Tal vez no.

Para Frances Newton, ejecutada en el estado de Texas el 14 de septiembre de 2005.